viernes, 23 de octubre de 2015

¿El humor es sinónimo de vulgaridad?

Ya perdí la cuenta de cuantas veces oí a personas afirmar que la única manera de hacer reír a alguien es a través de la vulgaridad. Que hay que contar chistes tan sucios que hasta el propio Hemingway se ruborisaria. La verdad que esto es mentira, una falacia. Una persona puede hacer reír sin recurrir a insultos. Un buen humorista puede hacer reír a un grupo de borrachos de aquellos bares de antaño con un humor sofisticado.

Está de más decir que el humor es bastante difícil de por si ya que juega mucho la subjetividad. Hay que imprimirle tonalidades a la voz y manejar un buen lenguaje corporal. En la literatura, muy pocos pueden hacer reír. Hay que tener un perfecto manejo de la palabra, conocer modos de hacer silencios literarios y rematar sin ser predecibles.

Nunca me animé a escribir humor pero me gustaría probar con algún relato corto, haber que sale. Aunque si conozco a humoristas literarios (como me gusta llamarlos) y me han comentado que es, junto al terror, uno de los géneros más difíciles de escribir. Como ya dije, no he escrito nada de humor, peto si lo hice de terror. Y desde esa experiencia puedo decirles que, aunque no lo parezca, ambos géneros tienen mucho en común. Por ejemplo: a alguien le puede dar miedos las arañas y a otro aburrir. Alguien puede morirse de la risa con la broma de la mosca en el cubo de hielo y a otro le pueden dar ganas de bajarte un par de dientes. Como verán, el humor es muy subjetivo. Y a veces los escritores confunden el humor con vulgaridad, piensan que por usar palabras sucias y hacer bromas "verdes" (espero que entiendan a que me refiero) van a hacer reír. En realidad es todo lo contrario, van a crear rechazo.

 No voy a darles consejos para escribir mejor humor, porque nunca he escrito nada de esto y seria hipócrita, pero solo les diré una cosa: no sean vulgares. Inventen su estilo y bromas, situaciones cómicas y de una escena super normal, puedan escribir la próxima gran comedia. A continuación les dejare un pequeño relato de Cortazár bastante humorístico. Verán que narra una acción tan vulgar como la de tirarse un pedo, de una manera tan sofisticada, que hasta parezca algo escrito sin querer, como si el humor no fuera su verdadero fin. Les aseguro
que les sacará un par de carcajadas.


 Lucas, sus pudores

 En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientaran hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde. Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezará lo mas bien, suave y silencioso, pero ya hacia el final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación mas bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha. Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo mas posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al termino de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso. Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas tiembla por el pues está seguro que de un segundo a otro resonara el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas a lo que ocurre e incluso lo cubren con choque de cucharitas en las tazas y corrimiento de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas es feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado / que después de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos de que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piececita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia. Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan del cul fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.

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